«De
niño a insurrecto»
Por José Marzo
Lectura Recomendada I: Trilogía de Jacques Vingtras, de Jules Vallès (El niño, El bachiller y El insurrecto). Una de las narraciones autobiográficas más hermosas de todos los tiempos.
«Lo
que llaman mi talento sólo está hecho de convicción»,
Jules Vallès
Jules Vallès
Retrato de Jules Vallès por Courbet (c. 1865) |
Periodista, autor de artículos y fundador de periódicos, conspirador contra el régimen imperial de Napoleón III, Jules Vallès (1832-1885) ha acabado por tener escaño propio en la historia de la literatura gracias a su obra autobiográfica Trilogía de Jacques Vingtras, compuesta por sus novelas El niño, El bachiller y El insurrecto.
Fue elogiado por Émile Zola y admirado por Albert Camus. El pintor realista Courbet, del que era amigo, lo retrató al óleo y una calle honra su memoria en el distrito 11 de París. Sus restos reposan en el cementerio del Père Lachaise, no muy lejos de los de Oscar Wilde, Molière, Georges Perec, Delacroix, Isadora Duncan o Jim Morrison... y a unos pasos del llamado «muro de los federados», donde más de cien de sus compañeros fueron fusilados en 1871.
En España, Andreu Nin, que tradujo El insurrecto al catalán en 1935, fue su primer editor. En los años setenta y ochenta, varias editoriales publicarían por separado los títulos de la trilogía, pero nunca completa. Los escritores y periodistas Javier Cercas y Manuel Hidalgo y la filóloga Manuela San Miguel también han escrito sobre Jules Vallès. En los últimos años, la editorial Periférica recuperó su Testamento de un bromista y otros títulos, contribuyendo a la difusión de su obra entre nuevas generaciones de lectores. La editorial ACVF, que por primera vez publicó la famosa trilogía, en tres volúmenes, en el periodo 2006-2007, la publica ahora en un solo volumen, en la traducción canónica de Manuel Serrat Crespo. Aviso para vallesianos: por asuntos ajenos a la calidad literaria y editorial, la trilogía sólo está disponible en Amazon.
[Nota: artículo en pdf]
LE PUY-EN-VELAY ES UNA PEQUEÑA CIUDAD de la Francia
interior. Sus viejas casas se arraciman y escalonan en un cerro de origen
volcánico.
La torre de una iglesia se asoma entre las fachadas ocres y
las tejas rojas, guardián de la homogeneidad de la arquitectura civil y los sentimientos.
Hemos visto decenas de ciudades como ésta en el mundo latino. Ni los semáforos
ni los neones han conseguido borrar el carácter de sus calles céntricas.
Parapetado en una orografía que ha impedido los rascacielos y los humos de las
grandes fábricas, el viejo Le Puy sigue oliendo y sonando a pueblo. Un horno de
pan funciona cerca de donde me encuentro, y junto a las cornisas las
golondrinas se persiguen trazando ochos enrevesados. Es este tipismo
tradicional, que hoy día se ha convertido en pintoresco para los que habitan en
las metrópolis, lo que atrae a los turistas cada fin de semana. Si uno borra
con la imaginación los coches, las antenas parabólicas, los cables del tendido
eléctrico y del teléfono, si le cambia la ropa a esta señora de mejillas
repletas y coloradas, el Le Puy actual se parece mucho a ese otro Le Puy que
un pionero de la fotografía capturó con su cámara oscura, sus placas y sus
químicos a mediados del siglo XIX.
Le Puy, pueblo natal de Jules Vallès, a mediados del siglo XIX,
vista por un pionero anónimo de la fotografía.
|
Aquí nació Jules Vallès en 1832. Este escritor francés,
autor de un trío de novelas magistrales inspiradas en su propia vida, El
niño, El bachiller y El insurrecto, sigue siendo un desconocido
para la mayoría de los lectores españoles. Periodista, conspirador contra el
autócrata Napoleón III y representante electo en la revolución democrática de
la Comuna de París de 1871, cuya última sesión presidió, ha sido tan leído,
releído y admirado por unos como ignorado por otros. Azote de la derecha
predemocrática y clasista de su tiempo, la cual templó las espadas de la
autocracia, tampoco fue condescendiente con aquellos sectores de la izquierda
que coquetearon con el centralismo autoritario. Cuando la Comuna de París, para
hacer frente al acoso político y militar del gobierno huido a Versalles,
decidió por mayoría simple la constitución provisional de un Comité de
Salvación Pública, acaparando poderes excepcionales que podían acabar
convirtiéndolo de hecho en un órgano dictatorial, Jules Vallès fue uno de los
miembros de la minoría opositora que garantizaba que esto no pudiera ocurrir.
Siempre estuvo con los humildes y con los peleones, que lo reconocieron como
uno de los suyos. En sus artículos, por los que fue perseguido por la policía
imperial y que despertaban recelo entre los privilegiados, no hablaba de la
miseria y de la opresión abstractas, sino de un joven bachiller deshauciado que
lava sus harapos en el río, de una mujer despedida del único trabajo que sabe
hacer y que ahora, con el pelo cano, vende su dignidad y sus pechos en las
esquinas.
La vida fue dura con él. Mientras escritores con menos
talento recogían los laureles del reconocimiento y eran gratificados por
textos acomodaticios, a él se le cerraban las puertas de las redacciones de los
periódicos, cuyos directores temían no poder embridar su escritura emocional,
cristalina y verdadera. Durante años se malganó la vida en oficios precarios,
se alojó en habitaciones miserables.
Varias veces estuvo a punto de ser apresado durante la
Semana Sangrienta, que fue el epílogo de la Comuna de París, cuando una desesperada
resistencia calle por calle se negaba a aceptar la derrota. Las tropas del
gobierno de Versalles, conservadoras, que no habían sabido ni querido parar al
ejército de Prusia, ahora entraban en París y masacraban a su propio pueblo.
Según un cronista de la época, se formaban columnas de prisioneros, y el general
que pasaba revista iba tocando el hombro de algunos infelices, que debían
apartarse para formar con los que, poco después, serían fusilados: «Ese día
para nadie era una buena cosa destacarse por ser más alto, más sucio, más
limpio, más viejo o más feo que sus vecinos». Hay testimonios de personas mal
fusiladas y enterradas todavía con vida. En apenas una semana, hubo decenas de
miles de muertos en París, sin discriminar edad ni sexo. Personalidad pública y
muy conocido, se dice que hasta una decena de falsos Jules Vallès fueron
fusilados en las calles de la capital. Él mismo, en El insurrecto,
transcribe algunos rumores: «Sí, yo, el capitán Leterrier, os digo que... ha
muerto como un cobarde. ¡Se arrastraba por el suelo! ¡Lloraba! ¡Pedía
perdón...! ¡Yo lo he visto!» Pero disfrazado de enfermero y afeitado, cruzó
varias veces las filas enemigas, permaneció escondido en el mismo París y
finalmente alcanzó Bélgica, desde donde saltó a Inglaterra.
Fue más afortunado que los más de tres mil condenados a muerte
o los varios miles de deportados a las colonias del trópico americano. Su viejo
amigo el pintor Courbet, también communard, que lo había retratado al
óleo, probablemente el pintor realista más importante del siglo XIX en
Francia, lo que casi equivale a decir en el mundo, fue juzgado responsable de
la demolición, durante la Comuna, de la columna Vendôme, símbolo imperial.
Luego se le condenaría a pagar su reconstrucción, por lo que sus propiedades
fueron confiscadas para hacer frente a los gastos. Se le exigió el pago de más
de trescientos mil francos de la época y se le concedió hacerlo por
anualidades: diez mil francos anuales durante treinta y tres años, hasta
cumplir los noventa y un años de edad. Murió arruinado en su exilio en Suiza,
la víspera del día fijado para el primer pago.
Caricatura
de Jules Vallès en la prensa de la época, con un ejemplar de su periódico La Rue bajo el brajo. |
«He sufrido mucho», dijo en el momento de morir. Falleció a
causa de la diabetes, el 14 de febrero de 1885, con apenas cincuenta y dos
años. Una juventud de bohemia miserable en habitaciones de alquiler frías y
húmedas, las largas jornadas de hambre y las penalidades del exilio le habían
arruinado físicamente y eran responsables de una diabetes que se le había
agravado con el paso de los años. Pero que nadie espere encontrar en sus libros
una sucesión de lamentos. A tanto sufrimiento, Jules Vallès siempre opuso una
emotividad, una sensibilidad extrema y un humor que son los rasgos distintivos
de su estilo. Esta imagen desenfadada la cultivó desde su juventud. El
bachiller es, al mismo tiempo, un clásico de la novela social y un clásico
del humor. En una misma página encontraremos una disección de las condiciones
de vida de la época y la autocrítica, e incluso la payasada, por qué no, que
nos arrancará la sonrisa o nos causará hilaridad. Se burla de la
grandilocuencia política de sus compañeros, aprendices de conspiradores, que
intentan frenar las aspiraciones del golpista Napoleón III, pero en realidad
será él quien se suba a un mojón en la calle para llamar a las armas a un
pueblo que, traicionado por sus representantes, ha renunciado a luchar porque
descree de un parlamentarismo decadente. Se burla de sí mismo, alumno
brillante y condecorado, dominador del latín y capaz de escribir con citas de
los clásicos, pero insolvente para desarrollar la sencilla tarea de
redactar una carta comercial. «¿Qué se hacer?», se pregunta tras una fallida
entrevista de trabajo; y añade: «He estado buscando toda la noche, sin
encontrar nada».
Su comitiva fúnebre se convirtió en una multitudinaria
manifestación democrática y socialista por las calles de París. Según algunos
historiadores, hasta sesenta mil personas despidieron a Jules Vallès en su
entierro. Según algún medio liberal de la época, sólo unos centenares de amigos
y simpatizantes habrían acompañado al cadáver hasta su ubicación definitiva.
Es la primera guerra de cifras sobre asistentes a una manifestación política de
la que tengo noticia. La tumba de Jules Vallès en el cementerio del Père
Lachaise no es la más frecuentada de este espacio parisino privilegiado, un
islote dedicado a la memoria en una ciudad con tanta memoria y tantas islas. En
el mismo recinto, la tumba del músico Jim Morrison rebosa flores y velas,
palabras de admiración que sus seguidores le envían en cartas imposibles.
Tampoco tiene la magnificencia ni la ampulosidad de la tumba de Colette o de
otros reputados ilustres. En un sector alejado de las vías principales, Jules
Vallès comparte lápida con otras dos personas, cuyos nombres grabados en la
piedra se han ido desgastando. Sobre ella hay un busto policromado que lo
representa con su barba poblada y la frente despejada, junto al relieve de una
pluma y un tintero. Quizá Jules Vallès hubiera desaprobado estos objetos, más
propios de los que él llamaba «plumíferos», que con sus escritos decoraban la
vida de los bohemios y de los pobres en lugar de denunciar sus condiciones y
proporcionarles las armas intelectuales de su emancipación. También hay un
pequeño recipiente de terracota con tierra, y dentro, algunas raíces secas y un
pensamiento fresco, plantado recientemente. Los venden por un euro y cincuenta
céntimos en una tienda junto a una de las entradas laterales del cementerio.
Creo que Jules Vallès sí habría aprobado este gesto y esta flor. En sus
novelas, su alter ego Jacques Vingtras compra en varias ocasiones una
flor o un ramillete, que aprieta en el puño. Cuando la miseria material, la
falta de aire cultural y político o la conciencia de la juventud malgastada en
empleúchos sin expectativas y en debates sin resonancia vuelvan a abatirlo, él
siempre reservará el dinero suficiente para comprar una flor. Estas flores le
devuelven la ternura, el amor por las cosas, la memoria de los parajes rurales
de su infancia en los que a ratos fue feliz. No le traen el recuerdo de Le Puy,
con su colegio vetusto, su cárcel miserable y la alta torre de la iglesia, sino
del sencillo Farreyrolles, donde vivían sus alegres primas. Recuerdos de
arroyos y de gallinas, de sopas engullidas con apetito, de besos robados bajo
el sol. Sus habitantes eran hombres de arado que en las tabernas se
emborrachaban con el vino espeso hasta perder el sentido y saldaban las deudas
y las afrentas a puñetazos.
La novela más conocida de Jules Vallès es El niño. En
el momento de su publicación en libro, en 1879, Zola suspendió por una vez su
columna sobre estrenos teatrales para saludar la novela que, según dijo, más
le había gustado en los diez últimos años. ¿Qué tiene esta novela que, más de
un siglo después, sigue tocándonos y emocionándonos? Nada hay tan sencillo,
señalaba Zola. Trata de un niño educado en la Francia de provincias por un
padre hueso y una madre amargada, unos progenitores que piensan de buena fe
que a los niños se los cría con mano dura, haciendo uso del cinturón y
suprimiendo los platos que les resultan apetitosos. En esto seguían las
costumbres. Intuimos que también ellos fueron azotados por sistema. El castigo
físico y psicológico a los niños no despierta sorpresa en el entorno social
retratado en la novela. Más que lo normal, se consideraba lo conveniente. Los
padres preparaban así a sus hijos para una existencia en la que no se les iban
a ahorrar sinsabores y que preveían igual que las suyas, dominadas por un miedo
a la exclusión que se disfrazaba de ansias de ascenso social. Cuando una niña
de apenas nueve años muera a manos de su padre, un catedrático, éste no
merecerá la reprobación de sus vecinos. Las muestras de duelo del pequeño
Jacques Vingtras serán consideradas una debilidad.
Por más que todos los hechos que se nos cuentan sean
conmovedores, la vitalidad de El niño explota por el propio carácter
de su protagonista, por su estilo de afrontar la vida y de narrarla. Autor,
narrador y protagonista confundidos en la misma persona; ¿cómo logra en una
línea colocarnos en tierras de la tristeza y en la siguiente provocarnos la
risa? Jules Vallès imparte gratis una lección útil para cualquier escritor. La
extrema sencillez de El niño no es el resultado de la pereza o la
falta de conocimientos o de miras. En ella destiló muchas de sus experiencias
más íntimas, una destilación que se prolongó muchos años. Entre el primer
antecedente conocido de El niño, de 1861, y la versión que nos ha llegado
como definitiva trascurrieron casi veinte años. Sin embargo, tampoco es una
biografía. Hay un pudor que le impide contar hechos demasiado dolorosos. En
toda buena literatura se produce un alejamiento, se marca una distancia que
permite ampliar la perspectiva, incluso sobre nosotros mismos. El narrador
traiciona los hechos para hacerlos comprensibles y revelar lo importante. En El
bachiller nos habla de pasada de un caso que se comenta en una ciudad de
provincias, «en Le Mans, creo». Un muchacho se había significado contra el
golpe de estado gritando «¡Abajo el dictador!» y su padre «afirmó que, para
hacer algo así, era preciso que su hijo hubiese perdido la cabeza e hizo que lo
agarraran y lo encerraran en un manicomio. Al cabo de unos meses le soltaron,
pero su hermana se había sentido tan impresionada al oír comentar que su
hermano estaba loco que cayó enferma y, según dicen, no tiene salvación». En
sus tres novelas, Jules Vallès no mencionará ni su propio internamiento en un
psiquiátrico ni la existencia de su hermana, muerta en otro manicomio. Por
decisión del autor, en las novelas Jacques Vingtras será hijo único.
Ilustración de cubierta de El bachiller para la edición de ACVF (2007) |
Decía que Jules Vallès nos conduce muchas veces al límite de
su existencia y su sensibilidad. En tales momentos, siempre aparecerá una persona
amiga. Ya en la primera página, con la primera azotaina, encontramos a mademoiselle Balandreau,
que como una madrina protectora lo rescata y le da un caramelo a hurtadillas.
Estos salvadores aparecen por toda la novela bajo la forma de un vecino, un tío
y una tía lejanos, un compañero o un confidente. Nada más lejos de la intención
de Jules Vallès que retratar un mundo gris sin matices ni contrastes, sin
asideros. Siempre encontramos ese rasgo de carácter y esa palabra que nos vuelven
a reconciliar con los seres humanos, incluso con los «malos» de la novela.
Vallès logrará que sintamos afecto por sus padres. No son malas personas, sino
vidas que se remueven en las aguas estancadas de un entorno asfixiante, donde
la alegría se atisba con culpa, donde se ahogan la sensibilidad y el
orgullo. En El bachiller, ante el cadáver aún caliente de su padre,
Jacques rendirá el mayor homenaje que cabe esperar de un hijo: ese perdón que
nace de la comprensión profunda.
La obra de Jules Vallès, por excepcional que sea, no brota
en un entorno cualquiera. La autocracia de Napoleón III había favorecido a la
burguesía capitalista y al clero. La primera había visto crecer sus riquezas,
el segundo había aumentado su papel en la instrucción de los súbditos. El
régimen, con sus espías y sus clases y grupos privilegiados, había aplastado
pero no enterrado la vitalidad cultural y social de París, la gran capital del
siglo junto con Londres. Hay en este niño que es Jacques Vingtras-Jules Vallès
un ánimo por elevarse y crecer, y su destino individual queda unido al de
muchos otros niños y jóvenes. El yo emergente de Vingtras, su rabiosa
individualidad, no lo aísla ni hace de él un arribista. Sabe Jules Vallès que
su emancipación corre paralela a la de los demás. Es la muerte de Louisette el
hecho que desencadena el despertar definitivo de su conciencia social y
política. No busca su puesto en el engranaje, para acabar engrasándolo. Es un
revolucionario: pretende cambiar el engranaje. «DEFENDERÉ LOS DERECHOS DEL
NIÑO, COMO OTROS DEFIENDEN LOS DERECHOS DEL HOMBRE». Lo grita, en mayúsculas;
para que nosotros no lo pasemos por alto, para que él no lo olvide. En El
niño contemplamos el proceso que desemboca en el nacimiento del compromiso
político, del intelectual comprometido, el ciudadano que se implica con su
tiempo y sus contemporáneos. Zola no quiso ver esto y, en su elogio de El
niño, criticó esta faceta de Jules Vallès. Pero la formación del compromiso y
del demócrata, de niño a insurrecto, constituye de hecho el armazón de su
trilogía. «¿Cómo un hombre con el talento de Jules Vallès puede malograr su
vida perdiéndose en la política?» se preguntaba Zola. «¡Ay, si me escuchara!
Tomaría conciencia de su valor y dejaría la política para los escritores
fracasados». La vida nos lleva por derroteros inesperados. Hoy Zola es
recordado como un autor comprometido. Una década después, también él se
implicaría en la política, a causa del caso Dreyfus, que conmocionó Francia y
que le llevó a escribir su famoso artículo «Yo acuso» y al exilio en Londres,
siguiendo las huellas de Jules Vallès.
Del modo más natural, en El niño se resuelve la
aparente paradoja que hace posible la democracia: la complementariedad entre lo
individual, lo social y las instituciones. El ciudadano demócrata no defiende
sólo su interés, sino que al comprometerse defiende el derecho de todos, que él
comparte. El ciudadano se mira desde fuera, uniendo su suerte a la de los
otros. Es libre si son libres los demás; es solidario porque los demás se
solidarizan con él; se reconoce como un igual. Otros sistemas se apoyan en la
sociedad estamental y gestionan la mera resolución de conflictos de intereses.
Las instituciones democráticas resuelven conflictos sobre proyectos para crear
derecho, que es común, y especialmente el del más débil. Amparar al más
vulnerable, alentarlo y estimularlo con toda la fuerza del Estado de Derecho es
la piedra de toque de la democracia. ¿Existe algo más vulnerable que un niño?
Durante la Comuna de París de 1871 se legisló por primera
vez en Francia el derecho democrático del niño a la educación. En adelante, él,
el niño, y no los padres, será el sujeto de derecho de la educación. Toda la
sociedad, a través de sus instituciones, se comprometerá para garantizarlo.
Esta inversión radical del derecho es lo que separa las sociedades
estamentales de las democracias. El niño no será considerado ya un miembro de
un estamento, una familia o una casta. Es un futuro ciudadano y, por tanto,
titular de todos los derechos. Se establece la instrucción laica. Los padres
ya no tienen la potestad de educarlo, sino la obligación, una obligación que no
se limita a los hijos propios, sino que se extiende a todos. Esta idea se
afianzará en las democracias avanzadas como el primer punto de encuentro de sus
corrientes constitutivas, el liberalismo, el republicanismo y el socialismo.
Aúna el compromiso de la comunidad y de las instituciones con el derecho individual,
garantiza a la vez la igualdad política de los niños y sus libertades
individuales, la libertad de conciencia y la igualdad de oportunidades. Cuando
en el siglo XVII el liberal John Locke, sobre la base de ideas que
había tomado del empirismo, aceptaba que el conocimiento parte de la
experiencia y que los datos son individuales, para concluir que cada uno de
nosotros es como una tabla rasa, ¿no estaba también previendo este derecho básico
del individuo? Para la tradición republicana, la educación laica, obligatoria y
gratuita reforzaba el vínculo del ciudadano con las instituciones. Para las
distintas sensibilidades del socialismo, que entonces convivían en la Primera
Internacional, representaba la abolición de las clases en la esfera de la
educación y la esperanza de extender la igualdad a los demás ámbitos de la
sociedad.
El 23 de marzo de 1871, las secciones de la Comuna de París
solicitaron formalmente que la enseñanza fuera «obligatoria en el sentido de
que se convierta en un derecho al alcance de todos los niños, con
independencia de su posición social, y en un deber para los padres, o
para los tutores, o para la sociedad». Jules Vallès fue miembro de la Comisión
de Enseñanza.
Entre el domingo 21 de mayo y el domingo 28 de mayo, el
ejército de Versalles entraría en París y lo tomaría barrio por barrio, calle
por calle. La revolución había caído: hubo decenas de miles de muertos durante
la represión. En los meses siguientes, más de cuarenta mil prisioneros serían
juzgados en consejos de guerra, se dictarían más de tres mil condenas a
muerte, más de cuatro mil condenas a destierro. Sin embargo, en su breve
existencia, la Comuna de París tuvo tiempo de sembrar semillas perdurables.
Años después, su concepto de enseñanza acabaría fundamentando la Francia
contemporánea, que cuenta con la instrucción pública como su mayor fuerza de
cohesión.
Seguir hoy las vivencias de Jacques Vingtras, escuchar lo
que nos tiene que decir, nos permite recrear en unas horas la formación de un
demócrata, desde la opresión del niño en el seno de una sociedad tradicional
hasta la insurrección del adulto. La literatura bien escrita nos hace
partícipes de experiencias que nos son ajenas. Las personas tenemos el talento
para entender lo extraño y para sentir casi como propio el dolor de otros. Hay
pocas novelas, pocas narraciones, que nos permitan acceder tan fácil y
claramente a la experiencia individual, social e histórica de quienes
fabricaron lo más sólido de los cimientos del mundo en el que vivimos, o del
mundo en el que queremos vivir.
José Marzo es escritor y ensayista, autor,
entre otras obras,
de las novelas La alambrada y Viento en los oídos y
del ensayo de filosofía política El paso.
de las novelas La alambrada y Viento en los oídos y
del ensayo de filosofía política El paso.
El artículo «De
niño a insurrecto»,
publicado originalmente en la revista de cultura
La Fábula Ciencia, en la primavera de 2007,
también sirve de prólogo a la edición electrónica de El niño.
publicado originalmente en la revista de cultura
La Fábula Ciencia, en la primavera de 2007,
también sirve de prólogo a la edición electrónica de El niño.
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